Margarita Cedeño De Fernández
SANTO DOMINGO.- La juventud vive de la esperanza,
decía George Herbert, poeta inglés. Sin embargo, ¿qué esperanzas puede tener un
joven en la actualidad? Si sus oportunidades y posibilidades de progreso están
limitadas, a pesar de que vivimos el más largo período de paz y prosperidad que
el mundo ha conocido. ¿Qué puede esperar la juventud, cuando el uso
indiscriminado que damos a los recursos naturales, embarga el futuro próximo de
la humanidad?
¿Qué palabras de aliento pueden dar los líderes de
Latinoamérica a los jóvenes, cuando el sistema preponderante les niega espacios
en la política, en la economía y en el activismo social? ¿Qué esperanza le
queda a un joven en nuestra región, si tiene que enfrentar el hambre, la
pobreza, la inseguridad, la delincuencia, el narcotráfico y las desiguales
condiciones de vida de nuestras sociedades?
Abordar la desigualdad social no es posible, sin pensar en
quienes en poco tiempo, dirigirán los destinos de nuestros países. Para exigir
a nuestros jóvenes que trabajen por su país, primero tenemos que ayudarles a
enfrentar los grandes retos que se ciernen sobre ellos. Tener que luchar cada
día por sobrevivir, vivir en la constante búsqueda de un empleo digno, padecer
hambre, carecer de alimentos suficientes, de servicios de educación y salud de
calidad; no permite que los jóvenes se dediquen a la construcción de ciudadanía
y a forjar lazos familiares y comunitarios, que moldeen una mejor sociedad.
Sin sus necesidades básicas aseguradas, la juventud se aleja
de los intereses cívicos y de la discusión de los problemas que afectan a
nuestros países. Se convierten en presa fácil de los vicios y de quienes viven
de la violencia y el terror.
Cuando no trabajamos por la inclusión social de los jóvenes,
los hacemos indiferentes a su entorno, los alejamos de sus familias y, con
ello, se contribuye a la destrucción del núcleo familiar y de los valores que
tanto hacen falta en la época en que vivimos.
La crisis económica y financiera ha llevado a millones de
jóvenes al desempleo y al desaliento en todo el mundo. La crisis de valores los
está llevando a la delincuencia y al anonimato moral. En Latinoamérica la cifra
ya alcanza el 20% de los jóvenes, es decir, alrededor de 20 millones de
ciudadanos entre los 15 y los 30 años no forman parte del sistema educativo ni
del laboral.
Es una realidad que generara costos para la cohesión social
inimaginables, lo que constituye una amenaza a la sostenibilidad de las
transformaciones que ha conquistado la región.
Ante estos retos de inclusión social que enfrenta la juventud
latinoamericana, solo podemos apelar a Juan Pablo II, cuando exigía a los
jóvenes en Roma ser “protagonistas generosos de un cambio que marque vuestro
futuro”.
Como sociedad, tanto el sector público como el sector
privado, debe aunar esfuerzos para responder a los retos que enfrentan nuestros
jóvenes. Debemos tomar las medidas necesarias para facilitar su acceso al
empleo digno, tomar medidas para que las circunstancias sociales no los alejen
de los centros de estudio, fomentar el deporte, el arte, la cultura.
Trabajemos por una región y por un país donde nuestros
jóvenes no aspiren a la fuga de cerebros, sino a trabajar por su país, con
ahínco y dedicación.
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